Tuesday, December 24, 2013

¿Para qué sirve el “voto popular”? Los políticos como empleados corruptos del poder económico


Al amparo de la representatividad institucional que le otorga el “voto popular”, el político construye su propio negocio capitalista haciendo lobby y gerenciando “cosa pública” para los poderes económicos y financieros que controlan y se reparten áreas de influencia en el Estado capitalista. Cómo funciona esa estructura políticos-dueños del poder real que la prensa del sistema oculta.
Por encima del poder político se sitúa un supra poder (de naturaleza oculta) fundamentado en un trípode: Las grandes cámaras empresariales, las embajadas extranjeras y los monopolios de medios de comunicación. El político es sólo la expresión gerencial de ese poder.
Las mayorías, alienadas y embrutecidas por el descerebramiento mediático, creen habitualmente que “el poder” son los presidentes y los gobiernos de turno.
En esta concepción masificada, alimentada por los propios analistas de la prensa convencional, un “Presidente” es algo así como una entidad supra independiente que toma decisiones autónomas por encima de la trama estructural del poder económico y empresarial.
En sus análisis (y así como hacen desaparecer la dinámica de las relaciones capitalistas) los comunicadores del sistema presentan un escenario de conflictos cuyo eje sólo pasa por las competencias y las guerras entre políticos y partidos.
Este enfrentamiento, entre políticos con otros políticos por el posicionamiento electoral, por un lado, y las peleas del gobierno de turno con la “oposición”, por otro, nunca se asocia con el establishment económico (el poder detrás del trono) y marca la dinámica de la “información” que a diario consumen las mayorías.
Por lo tanto, para el nivel promedio estadístico masivo (incluido los intelectuales) el poder de decisión es una área de exclusiva competencia de la “clase política” y del gobierno de turno, en perpetua lucha por el sillón presidencial y por el resto de los gobiernos provinciales y comunales y sus áreas legislativas.
Y aquí, se produce la primera distorsión reduccionista: La estructura gerencial (los políticos) es confundida con los patrones (el poder empresarial que controla el Estado capitalista y todo el sistema económico productivo).
Lo que la prensa (tanto en los países centrales como dependientes) presenta como guerra de los políticos por el poder, es en realidad una guerra de los grupos económicos por los mercados y por un mayor posicionamiento en las áreas de decisiones del Estado capitalista.
En este juego, los políticos son sólo intermediarios institucionales de esta guerra, tomando posiciones según su vinculación dentro de la red empresarial para la cual prestan servicios como “lobbystas” en los niveles gubernamentales, legislativos y judiciales.
En el Ejecutivo nacional, en los gobiernos provinciales y comunales, en las cámaras del Congreso, los políticos son sólo la polea de transmisión (y de ejecución) de los intereses de los grandes grupos económicos que se reparten el comercio interior, el comercio exterior, y toda la estructura económica productiva del país.
O sea que, la función especifica de la “clase política” no es la de detentar el poder de decisión económica (el poder real del Estado capitalista), sino la de cumplir funciones gerenciales (cuando están en puestos gubernamentales) o de hacer lobbys (impulsar leyes favorables a sus representados) cuando están en la cámaras legislativas.
Para que esto se entienda mejor: Todo el desarrollo de la carrera
de un político (sin excepción a la regla) está marcado por su condición de lobbysta de algún grupo económico.
La relación empieza cuando inicia su carrera en el escalón más bajo de la pirámide política, pasando por distintos puestos, desde concejal, diputado, intendente, gobernador hasta Presidente, según la suerte que le toque en el negocio.
Las empresas y bancos pagan de dos maneras por los “servicios” institucionales de un político: Financian sus campañas y lo habilitan con un porcentaje de los contratos que consiguen con el Estado.
Si llegan a los puestos más altos (presidente, gobernador o intendente), sirven al poder colocando a los operadores de los grupos económicos como funcionarios o asesores claves en los gabinetes gubernamentales.
Esta dinámica es la que le permite a los políticos transformar el gerenciamiento de “cosa pública” en una empresa comercial paralela realizada con el control del Estado. Esta actividad capitalista privada (ejecutada con el Estado como herramienta) es lo que le permite al político convertirse en un próspero millonario y manejar cuentas secretas en los paraísos fiscales.
O sea que, al amparo de la representatividad institucional que le otorga el “voto popular”, el político construye su propio negocio capitalista haciendo lobby y gerenciando “cosa pública” para los pulpos económicos y financieros que controlan y se reparten áreas de influencia en el Estado capitalista.
Si las mayorías tomaran conciencia de esta macroestafa con el Estado dejarían de legitimar a los políticos con su voto en la urna.
Y eso no sucede por una sencilla razón: Los medios de comunicación (guardianes y protectores del sistema) imponen y nivelan la idea de que si la gente no vota se puede ingresar al caos y al “vacío” de poder.
Lo que no tiene ningún sustento lógico, dado que el Estado de las corporaciones económicas funciona al margen del formalismo de las instituciones que le otorgan barniz “democrática” al macro-robo capitalista de trabajo social y de recursos naturales.
Donde el “voto popular” solo cumple el papel de legitimación social de la estafa institucionalizada con las elecciones y la participación masiva.
El poder oculto
Los que toman las decisiones estratégicas (a través de los políticos) son los factores del poder económico que hacen lobby de presión e influencia sobre el gobierno y los parlamentos.
Esta estrategia (de presentar al gerente como si fuera el patrón) está orientada a hacer desaparecer la estructura del poder real que controla los hilos del Estado por encima de los gobiernos y los sistemas parlamentarios y jurídicos.
Por encima del poder político se sitúa un supra poder (de naturaleza oculta) fundamentado en un trípode: Las grandes cámaras empresariales, las embajadas extranjeras y los monopolios de medios de comunicación..
Las embajadas extranjeras (principalmente las de EEUU y la UE) cumplen función de “lobbystas” de sus bancos y empresas en el país en que se encuentren.
Las grandes cámaras empresariales, su vez, nuclean a los grandes bancos y empresas multinacionales que mantienen la hegemonía y el control de toda la actividad económico productiva, y a su vez manejan el mercado interno y el comercio exterior (las áreas clave de la economía).
Los grandes consorcios mediáticos (aparte de integrar el sistema como una corporación más) son ultradependientes de los grandes bancos y empresas que pautan el grueso de sus facturación con la publicidad comercial.
A su vez, presionan al gobierno nacional y a los provinciales para el otorgamiento de la publicidad institucional de Estado, que complementa su facturación y su rentabilidad por ingresos publicitarios.
Este trípode estratégico constituido por las embajadas (el poder imperial trasnacional), las grandes cámaras empresariales (el poder económico) y los consorcios de la comunicación (el poder mediático) constituye el centro del poder estratégico que controla el Estado capitalista, tanto en los países centrales como en los de la periferia dependiente.
Cuando la prensa otorga (a través de la información) el poder de decisión a los políticos y a los gobiernos de turno, lo que hace es diluir la comprensión y sacar el poder real de la vista de las mayorías.
Y hay una explicación de fondo: Los políticos son como los DT de fútbol nada más que un fusible.
Además de su función gerencial al servicio de los grandes grupos económicos, están para preservar el anonimato de los centros de decisión que controlan el poder real.

LA MALDICIÓN DE MÉDANO BLANCO SOBRE NECOCHEA


CAPITULO PRIMERO

Normalmente vemos las cosas convencionalmente. Y la mayoría pensamos, actuamos, hablamos, nos cortamos el pelo y vestimos de la misma manera, como por sumisión unicelular a la tentativa social de una identidad, sino que también vemos lo que se considera como conveniente de ver. Resulta casi ortodoxo asegurarle a un niño que un perro es un perro, y preguntarle a un necio si una manzana es una manzana o a un poeta por el mar. Era interesante caminar por la calle y observar lo que nos rodea, uno se preguntaba a que se parecían todas esas cosas sino me hubieran enseñado a ver perros, manzanas y casas allí donde hay perros, manzanas, mar y casas.

Era cierto que para una observación superior, los objetos no son más que exigencias locales, uniéndose sin distinción unos con otros en un gran todo global. Y aquí estábamos con los datos que se contaban que eran numerosos, avalados por los integrantes del mundo interno.


Varios hechos se concatenaron para que en la Argentina al fin y al cabo se llevara en toda su magnitud la maldición de médano blanco. Siempre se comentó que Eustoquio Diaz Velez propusó donar las tierras a condción que la


ciudad llevara su nombre, a lo que se oponía Angel Murga. Mientras Carlos Tejedor siemndo gobernador de Buenos Aires, le daba la razón a Diaz Velez, Murga debió emigrar en 1877 a Paraguay a fin de no ser detenido, algo que varió en 1881al asumir Dardo Rocha la Gobernación con ellos predominaron los Francmasones y fundaron la ciudad con el nombre de un ilustre masón acompañante de San Martin en la campaña de liberación de los españoles, se trató del General Mariano Necochea, que jamás piso este suelo.


Siempre había una constante la aparición de Che Tangazo o algunos de sus antepasados en la zona.

Sunday, December 22, 2013

El sustantivo


Era la tercera vez que aquel sustantivo y aquel artículo se tropezaban en el ascensor. Un sustantivo masculino, con un semblante plural, con algunos años bien vividos por las proposiciones de la vida. El articulo era bien definido, femenino, singular: era linda e inexperta, mas con un maravilloso predicado nominativo. Era ingenua, silábica, un poco átona, todo lo contrario de él: un sujeto culto, con todas las licencias del lenguaje, fanático de lecciones y formas ortográficas.

Al sustantivo le complació esa situación: los dos solitos, en un lugar sin nadie que viniera y abriera la puerta. Y sin perder esa oportunidades, comenzó insinuar, a interrogar, a dialogar. El artículo femenino dejó las reticencias de lado, y permitió ese pequeño inicio. De repente, el ascensor se detuvo, con ellos dos allí dentro: óptimo, pensó el sustantivo, un buen motivo para provocar algunos sinónimos.
Poco tiempo después, estaban bien entre paréntesis, cuando el elevador recomenzó su movimiento: nada más que en vez de descender, subió y paró justamente donde había subido el sustantivo. El uso de toda a su facilidad verbal y entró con ella en su apostadero. Lengua y fonema, se quedaron algunos instantes en silencio, pensando una fonética clásica, bien suave y gustosa. Prepararan una sintaxis doble para el y un hiato con hielo para ella. Siguieron conversando, sentados en un vocativo, cuando él comenzó otra vez a insinuarse. Ella fue dejando, el fue usando su fuerte adjunto adverbial y rápidamente llegaron a un imperativo, todos los vocablos decían que irían terminar en un transitivo directo. Comenzaron a aproximarse, el con tremendo vocabulario, y ella sintiendo su diptongo creciente: se abrazaron, en una puntuación sin minúscula, que en un período simple pasaría entre los dos.

Estaban en esa conclave cuando ella confesó que aun era coma: el no perdió ritmo y sugirió un largo diptongo oral, y quien sabe, tal vez, una u otra so letrada en su apóstrofe. Y claro que ella se dejó llevar por esas palabras, estaba totalmente oxítona a la voluntad de él, y formal para el común de dos géneros. Ella totalmente voz pasiva, el voz activa. Entre besos, caricias, parónimos y substantivos, el fue avanzando cada vez más: quedaron unos minutos en esa proclama, y el, con todo su predicativo de objeto, se iba dando cuenta del interés. Estaban en una posición de primera y segunda personas del singular, ella era un perfecto agente de pasiva, él todo paroxítono, sentido o pronombre de su gran travesaño forzando aquel himen muy singular.

En eso la puerta se abrió repentinamente. Era el verbo auxiliar del edificio. El había percibido todo, y entró dando conjunciones y adjetivos a los dos, que se encogieron gramaticalmente, llenos de preposiciones, locuciones y exclamativas. Mas al ver aquel cuerpo joven, en una acentuación tónica, o mejor, subtónica, el verbo auxiliar diminutivo de sus adverbios se declaró su participio en la historia. Los dos se miraron, y vieron que eso era mejor que una metáfora por todo el edificio.
El verbo auxiliar se entusiasmo, y mostró su adjunto ad nominal.

Que locura, misma gente. Aquello no era ni comparativo: era un superlativo absoluto. Se fue aproximando a los dos, con aquella cosa mayúscula, con aquel predicativo de sujeto apuntando para sus objetos. Fue llegando cada vez mas cerca, comparando el diptongo del sustantivo y este triptongo, proponiendo claramente una mezo cliché tres.


Solo que las condiciones eran estas: en cuanto abusaba de un diptongo nasal, penetraría el gerundio del sustantivo, y culminaría con un complemento verbal en con el artículo femenino. El sustantivo, viendo que podría transformarse en un artículo indefinido después de eso, pensando en su infinitivo, resolvió colocar un punto final en la historia: agarró al verbo auxiliar por su conectivo, jugo por jugar, y volvió a su trama, cada vez más fiel a la lengua española, con ese artículo femenino colocado en conjugación coordinativa conclusiva.
Ahora, quien coloca punto final soy yo. O mejor: coloco dos. Uno, es para no perder la manía. Otro, es porque hice un cuento rápido, y ninguna oración adjetiva explicativa.

 

 

 

 

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El Caribea y los fantasmas de Puerto Quequén


Leyenda conocida por los lugareños. Empezó el día de los santos inocentes, el 28 de diciembre de 1978, cuando asomó por la boca del río Quequén un enorme barco pesquero. Algo inusual pues un presunto navegante había solicitado su ingreso al puerto sin práctico, quien normalmente conduce la entrada de los barcos a los distintos muelles. Los hombres de la Prefectura al ver su desplazamiento sin nadie a bordo al mando del timón pensaron en una nave fantasma.
El nombre de la nave figuraba en las dos bandas y una de las chimeneas. Y, para sorpresa de los prefectos, cuando atracó el barco se les presentó el sueco León Noren, quien dijo ser el capitán, aunque jamás presentó documentos probatorios. No se pudo establecer el origen y destino de la nave.
Se pudo saber que dicha nave contaba con cinco tripulantes. Según entendidos difícilmente un barco de semejante porte se pudiera manejar con menos de quince hombres. También se averiguó que el “Caribea” había estado amarrado en Recife, donde su tripulación se largó a tierra y desapareció.
Noren contrató cuatro tripulantes en Recife y en Montevideo realizó gestiones ante la Embajada de Gran Bretaña para adoptar la bandera de Caimán, protectorado inglés. No pudo culminar con éxito la tarea y el puerto de Montevideo le exigió pagar la estadía. Al no poder cumplimentar se largó al mar.

Demasiadas intrigas envolvieron a esta nave: se mencionaban problemas y escaramuzas con drogas, armas y corsarios, abordajes, saqueos y hasta crímenes cometidos en alta mar.
La redacción del diario local resaltó la imposibilidad de encontrar un responsable del barco, ya que no tenía país, ni bandera, ni dueños, ni tripulantes. Sus escasos tripulantes reclamaron salarios caídos ante las autoridades del puerto, y al no encontrar eco, y obligados por la necesidad de sobrevivir, se fueron alejando en busca de mejores aires...
Así pasó a convertirse en la leyenda del buque fantasma. Se hablaba de piratas modernos, de misteriosas incursiones nocturnas en la cubierta; más de un prefecto creyó ver fantasmas durante su guardia.
La gente que visitaba la reserva de lobos marinos escudriñaba la imponente silueta que permanecía amarrada, a la espera del desguace.
En mayo de 1980, la danza que trajeron las turbulentas aguas del río Quequén lo arrancó de su amarre y salió perfectamente del puerto rumbo al mar, pasando entre las escolleras, como si un experto piloto lo estuviese timoneando, aunque realmente no había un solo tripulante. Muchos creyeron verlo tomar rumbo a alta mar, retornando a sus andanzas, comandado por infatigables y fantasmagóricos marinos.
Ahí la nave desistió volver al mar y giró hacia la playa. Suavemente encalló frente a lo que era la Posada de la Bahía de los Vientos.
Ahí descansaba el barco “fantasma”. Al caminar por la playa hoy día se ven restos del enterrado en la arena... Hubo testimonios de varias personas, entre ellos miembros de Prefectura, que cuando el “Caribea” soltó amarras aquella fría noche de mayo, habían visto dos sospechosas sombras de forma humana. Una en tierra soltó las amarras saltando rápidamente al barco y junto con otra sombra más se perdieron en el puente de mando. Otros espectadores que estaban en la Bahía de los Vientos dicen haber visto esas sombras en el puente de mando y luego lanzarse al mar y desaparecer...
Aún se sigue hablando en Quequén del “Caribea” y los fantasmas...

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Friday, December 20, 2013

Non future

La oscuridad ya cerró el día. El frío ahueca mi guarida. La tenue luz del velador alumbra apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el cielorraso se bosquejan sombras espectrales extraídas de las fogatas de la calle. Con mi ajada vestimenta me preparo para salir, reviso los cartuchos que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la campera y miro de reojo sobre la cama la escopeta recortada y el cuchillo bayoneta de 45 cm. de hoja calada y brillante. Hay mar gruesa y el gélido viento del sur sopla con salada resaca y ráfagas intrigantes. Repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las planchas de metal que taponan las ventanas, las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el colchón y las frazadas sobre la cama de cemento, dos mudas de ropa, una campera con los bolsillos rotos, el anafe a gas, una vieja radio grabador y una pintura de Nicasio Díaz Llanos que me regalaron antes de ir a Mar del Plata a la extinta Fiesta de los Pescadores. Mientras pienso en las seis cuadras que debo caminar por las calles hasta la parada del Badeno frente al viejo y destruido edificio de Subprefectura, reverencio estos parajes de silencio y a los esbozos detrás de los árboles que sostienen ramas negras, alerta a pesar de lo endeble que estoy. Mientras piso las crujientes hojas muertas me doy cuenta de que algo disímil acaece, un paréntesis. Este es el único modo que tengo de contar. Luego deciden si concierne o no, pero ese ya no es mi asunto. Cumplo lo suficiente con contar, con tratar de relatar con cierta displicencia. Qué ironía, los hechos nunca fueron como pensé. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que deseaba. Entonces sucedió… ¿Saben qué ocurre cuando algo muta y uno apenas tenía una vaga noción de ese algo, apenas podía nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que me rodean? Piensen además, que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Saben qué pasa, entonces? Donde la memoria duele, no queda nada, eso ocurre, y de hecho eso fue lo que sucedió. Fuimos felices hasta hace un tiempo y no hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocí y a lo que estaba tan habituado. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Sencillamente sucedió. Como hongos que brotan de la tierra fueron instalándose solapada y arteramente grandes tanques, primeros de un color ocre bastante oxidado que según las malas lenguas decían que lo compraron como chatarra en las bodegas Giol de Mendoza y luego los pintaron de blanco. La gente confunde albura con pureza o inocencia. Las autoridades prometieron: son completamente inofensivos. Los empresarios: prometieron trabajo para la gente. Bien dice el refrán: cuando el diablo predica se acaba el mundo. Ellos llenaron sus bolsas. La gente salvo honrosas excepciones no se opuso. Orgullosos padres llevaban a sus hijos a observar esos reservorios como estandarte del florecimiento de la región. Primero las casas, luego los abandonados hoteles y por último los edificios, unos castillos majestuosos fueron demolidos por el “cautivador progreso” uno por uno. Un día desprometieron todo. Los tanques se incendiaron y una espesa nube de polvo tóxico fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios meses en disiparse y que terminó por posarse como lluvia ácida sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace unos años y el polvo persiste, fétido al olfato, pastoso a la boca, un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se acostumbra a los cambios, como suele suceder. Yo también lo hice: no soy un ser humano homérico para sublevarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad. Desde mi casa, la única que esta habitada en esta zona aledaña al mar, puedo ver todas las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos alfajores rellenos de dulce de leche. Mis labios olvidaron el nombre de la mujer que cité allí, y pidió un chocolate con churros y yo un té con limón porque tenía el estómago revuelto por la ansiedad de la espera y luego agregué un whisky para darme coraje. Releo lo que he escrito y pido disculpas por no ser tan conciso como deseo. Las calles tienen ahora otros nombres, otros números que los políticos cambiaron periódicamente, y los nombres y números anteriores, los del tiempo que arribé, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de andrajosos vive aspirando bolsas con sustancias alucinadoras que los matan en poco tiempo. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Les asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la región. Son resquebrajaduras negras sobre el cielo permanentemente gris. Ya no hay primavera y verano, sólo inviernos solitarios y duros. Estas hogueras son la única forma de alumbrar el paisaje negro, protegerse del frío y espantar las jaurías de perros cimarrones que asolan las calles durante la noche. A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Rocha como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía del obispado y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio amedrentando a punta de pistola. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de panes de mijo calientes de color amarillo ocre, muy seco y mate cocido rancio. La comadrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que por exiguas cifras realizan todo tipo de prestaciones sexuales. De los edificios que rodeaban la Plaza Rocha queda la Iglesia y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Iglesia permanece con los portones cerrados, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima reapertura del templo, un rumor que se ha gastado con los meses y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los sacerdotes se han marchado y que el interior de la iglesia está sin imágenes y sin bancos, completamente vacía. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las desquiciadas supuestas estatuas de santos y santas cuyos nombres ya nadie recuerda. La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga hilera de personas que averiguan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único empleado, un desapacible señor de unos ochenta años, con su escaso pelo peinado con brillantina, la bragueta desprendida, la remera sucia en el cuello y una campera negra, abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra a las 3 de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados el horario es de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos oyen la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza –un imposible, como se habrán dado cuenta- que la misma fue ya despachada desde su lugar de origen, y pregunta: ¿cuánta mierda tengo que escribir para que me lleguen los envíos? Gozando en el interior de su podrida cabeza, el funcionario con una falta total de tacto, mirándolos cínicamente, le entrega cuatro formularios cuadruplicados que deben llenar con tinta roja en forma manuscrita para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas. Luego del desayuno por el costado norte de la Plaza, cerca de donde estaba la estatua de El Paladín del Sur que desapareció en la época de las primeras demoliciones, me acuartelo en uno de los escaños que primero ocuparon los actores y mimos donde hacían funciones a la gorra, pero con el tiempo tuvieron que dejar pues aparecieron los gay agrediéndolos adueñándose del mismo para comprar sexo,. Ahora ya no hay homosexuales, lesbianas, ni actores, ni mimos en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o están muertos. Dicen –no lo sé con certeza pero intuyo cierto nivel de veracidad en este rumor- que se ensañaron con ellos y fueron lanzados desde aviones al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados sus pies y manos con alambres de púas y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay viejos. Como se imaginarán, no pudieron sobrevivir a demasiada basura acumulada en la calle y la espesa nube de polvo que rodeo la ciudad. La humillación, la bronquitis, el asma, la dermatitis y todo tipo de enfermedades respiratorias propias de la polución los aniquiló, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era perturbador, pero nada pudo hacerse. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban por virus desconocidos o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo en posición fetal se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los agnados se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Siendo el hedor absolutamente insoportable y el horror consiguiente. Se dice que finalmente cuervos con forma de figuras humanas revisaban los cadáveres prolijamente buscando elementos para mercar. Protegidos por dos o tres pañuelos tapando sus bocas, su nariz, tratando de atenuar ese olor putrefacto a tal punto que en ciertos casos los hacía lagrimear. Estos aprovechadores los trasladaban en galeras a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad unos para ser sepultados en fosas comunes y otros para hacer una pira humana. La verdad es que a nadie le importó demasiado. Permanezco toda la mañana sentado en un banco de la Plaza, en el imperio de mi mirada contempló a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas. Me conocen y es inútil tratar de pintar una imagen de mí que resultaría extraña: me voy a la Plaza por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que les hablo no son las mismas que recuerdan. Hace mucho tiempo que las sobrevivientes junto con los pájaros se fueron, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, las golondrinas no regresaron más. Pero las palomas, de eso quería hablar. Nuestras palomas son ahora del tamaño de un gallo y al menor descuido, con heridas filosas como tijeretazos te pueden vaciar las cuencas oculares y también parte de los intestinos. Casi no vuelan, pero sus locas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Iglesia se encargan de mantener su población controlada, si me entienden. En la tardecitas voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda de la banquina de pescadores para conseguir un poco de trigo, pan de maíz y verduras a precios obscenos. A nuestra tierra es muy difícil arrancarle frutos pues por la avaricia de algunos sufrió radicales cambios al borrarse el humus se volvió yerma. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio del ex Liceo Militar, convertido ahora en matadero para los perros cimarrones que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues la pestilencia de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una vaga sonrisa que la borró como si nada y me acompañó hasta el auditorio, donde hace unos meses se dictaban las clases de pedagogía, ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia reemplazantes de las fuerzas policiales bonaerenses que fueron pasando a disponibilidad a medida que creaban otras. Así aparecieron la policía Bonaerense 1, la Bonaerense 2 y la Súper Bonaerense 3 quienes en crueles pugnas intestinas se aniquilaron alternativamente. Estos vigilantes están armados de un palo que blanden en la mano hábil del tamaño de un bate de béisbol y que tiene dos grados de intensidad de funcionamiento: cuando aprietan el primer botón produce una inmovilidad total que dura veinte minutos y deja un rezagado dolor; el segundo la muerte súbita por paro cardíaco, quedando a criterio del guardián usarlo en la ocasión precisa. Andan en grupos de seis y su brutalidad es temida aún por la gente honesta de los que cada día somos menos. Escoltan para que no los boquilleén, a los carros tirados por veinte caballos con el trigo y maíz que se reparte en los diversos almacenes de la ciudad. Esos mismos grupos, vestidos de uniformes azul oscuro montados en veloces caballos pura sangre, son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída y con gemelos en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez de Evicciones y directivo de la represa de Yacireta, pero esto no es seguro pues toda la información que uno puede conseguir se basa en confidencias que lanzan al ruedo Baldo y sus esbirros. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros cimarrones esta noche para recibir mi paga diaria, lo importante es que dan un premio extra si le pegas entre ceja y ceja, no siempre se puede. Estos no han dejado vacas, cordero, ni ningún animal comestible, sólo los caballos que los guardias cuidan hasta con sus vida, el mío una tarde me descuide y tres ovejeros negros que estaban escondidos detrás de unos cardos lo atacaron, aunque los eliminé uno tras otro, ya lo habían desgarrado cruelmente en sus extremidades debí sacrificarlo para que no sufriera, aún extraño a Corino, así se llamaba. Los cimarrones son una especie de galgos flacos, de colores atigrados y hasta alguna aureola roja; tienen la velocidad de las liebres y la fuerza de los bulldogs, no cesan de aparecer en cuadrillas, acechando con ojos brillantes y un aspecto que sirve como emblema del hambre. Feroces te siguen con la vista y la lengua afuera. Los alimentos les escasean, las privaciones aumentan y con ellos el furor. Por las noches hordas de perros cimarrones ladran y aúllan al mismo tiempo que esnifando buscan saciar el apetito. No puedo contarles más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá imperial de tres cuerpos, con un tapizado de pana que alcanzo a distinguir verde con una imagen dorada de un águila. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en la faltriquera, el sonido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. El oído abandona sus fueros. Los perros no vuelven a ladrar. Ningún gallo anuncia la medianoche. En el fondín del puerto, ni el bandoneón de Pichuco sigue sollozando las notas de un tango tristón… Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es muy tarde. Todo se disgrega. Rezo un Padrenuestro…Camino la lengua del tiempo, y una boca de calle se traga el universo.

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Wednesday, December 11, 2013

Tren a Quequén 2013